jueves, noviembre 04, 2010

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A sus padres les daba asco. Toda esa pus en la piel, toda la suciedad en el pelo (y tenía el cuerpo cubierto de vellos), su aliento podrido. El sólo verlo, con la nariz hinchada, la piel rota y fibrosa, los ojos hundidos, era desagradable. Al menos Jorgito lo mantenía encerrado en su clóset.

Jorgito quería un troll. Era todo de lo que habló por meses y su único deseo para navidad. Había leído algo de ellos en internet y se había obsesionado. Sus padres planearon comprarle un muñequito con pelos parados que anunciaban como “troll” y calmar su deseo. Sin embargo, su sorpresa fue tremenda cuando, al despertar por los gritos emocionados de su hijo, encontraron debajo del árbol, encima del zapatito, un enorme y real troll amarrado con cadenas.

Entonces su casa cambió. Lo lavaban todo tres veces al día, queriendo evitar un hedor que cada vez se impregnaba más. Evitaban el cuarto de Jorgito y sus noches las pasaban en vela.

Mas el niño era la criatura más feliz sobre la tierra. Todas las noches dormía con su lámpara de noche iluminando débilmente al interior de su ropero donde habitaba su troll. La bestia gemía, gruñía, lloraba. Y en las noches su agonía era mayor. Pero el dolor del ser parecía arruyar al pequeño que dormía satisfecho en su cama, rodeado de moscas y el repugnante aroma que salía de su armario, sabiendo que cuidaba bien de su regalo. Porque, tal y como había leído en internet; él no alimentaba a su troll.
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miércoles, noviembre 03, 2010

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Todo lo que quería era que lo reconocieran como artista. Buscaba el reconocimiento de la crítica, del público conocedor, de sus colegas de la élite creativa. Hacía películas que sabía serían de su agrado, que tenían todo lo que decían admirar. Pero nunca pasó.

“Repetitivo”, “mediocre”, “pretensioso”, eran los adjetivos que inundaban las reseñas de sus obras. Más de diez largometrajes y no alcanzaba una sola obra merecedora del reconocimiento que anhelaba.

Ya no podía más. Tomó una decisión y filmó una película que sabía despreciarían. Usó la cámara como instrumento de tortura y el guión era una serie de pretextos para exponer en celuloide un magnus opus dedicado al mal gusto, a la suciedad y a escupirles en la cara a todos aquellos que no comprendían sus previas cintas.

El día del estreno se colocó de pie, orgulloso, en la sala de proyección. Todos estaban sentados con actitud prepotente, esperando una muestra más de su fracaso. La pantalla se iluminó y por un lapso de dos horas y media desfilaron imágenes de sodomía, coprofagia, laceraciones, perversiones y actos de violencia explícitos sin mayor razón que llenar la pantalla de un malsano hedor a mierda. En la sala; silencio. El realizador veía triunfante la escena. Cuando en la pantalla apareció un perro que se colocaba detrás de una colegiala desnuda que había tropezado, la sala entera de puso de pie. El cineasta esperaba ansioso la desbandada, la salida de gente asqueada y a punto del vómito.

La ovación fue unánime. El cine mismo se cimbró ante los aplausos y vitores. El director salió a la sala y el entusiasmo llegó a su clímax. Pidió silencio, les gritó, los insultó, se bajó los pantalones y cagó en la alfombra, para después aventar sus heces contra la audiencia que, sonriendo, recibía todo.

En los diarios del día siguiente se leería: “Desde las entrañas de un verdadero artista”
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Todo empezó con un cosquilleo en el estómago. Él estaba en el otro lado del parabús, separado de mí por todos los metálicos asientos vacíos. Veía al piso fijamente, a sus Converse sucios, a una envoltura de Gansito tirada. De pronto levantaba la cabeza y, con sonrisa tímida y las mejillas enrojecidas, me volteaba a ver. Y la revolución en mis tripas aceleraba. Dejamos pasar dos peseras casi vacías. Con las manos temblando y nervioso hasta la médula, se levantó un poco y se acercó un asiento. Eso fue demasiado para mi débil panza.

Sin mucho preámbulo, mi sistema digestivo lanzó como proyectil una masa ácida y espesa. Mi espalda se arqueó hacia el frente y mi vientre se contrajo con fuerza. Olas y olas de inacabables jugos gástricos salían de mi garganta. Él me veía, ya sin pudor alguno, con los ojos y la mandíbula abiertas como coladeras sin tapa. Lloraba y mi garganta ardía. Al fin, tras lo que parecía una eternidad, las convulsiones cesaron. Respiré tranquila y limpié los restos de baba y vómito con mi manga. Sin saber bien qué esperar, volteé a encontrarme con su mirada. Él seguía ahí, anonadado y expectante. Hice una mueca que pretendió ser una sonrisa y justo cuando le iba a decir algo… él se agachó de golpe y expulsó su cena, su comida, su desayuno y, seguramente, el banquete de fin de año. Fueron varios minutos en los que él terminó hincado, frente a las sillas frías, embarrado el pantalón del vómito expulsado por los dos. Cuando terminó, tras una pausa, secó su boca con la manga, como lo hiciera yo y levantó su rostro para verme. Con nuestros gestos, en silencio, nos contamos todos los platillos que ya no reconocíamos, de dónde veníamos, nos pedimos disculpas, nos dijimos ridículos y enfermos… y nos soltamos a reír al descubrirnos el uno en el otro.

Así nos conocimos su padre y yo hace casi 10 años. Y así es el amor: algo que sale de las entrañas sin ningún control. Y eso es lo que escuchan en las noches en nuestro cuarto: Todavía sentimos ese cosquilleo en el estómago cuando estamos solos.
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lunes, mayo 31, 2010

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Desde que tenía memoria, sólo una cosa nadaba en su líquida conciencia: conocer el mundo. Había sido instalado en la última remodelación del edificio de oficinas. Todos los demás escusados estaban contentos con su existencia útil y su alimentación cotidiana, pero él no. Para él, ese pequeño cubículo mal iluminado resultaba poco.

De nada le consolaban la enorme variedad de cacas que le eran vertidas, los pedos que le regalaban, la orina tibia que bebía ávido. Nada le satisfacía desde la primera vez que se pensó en la calle, con la tapa abierta, dispuesto a recibir los desperdicios de toda esa gente que lo necesitaba. Se estremecía y se le escurría agua por los costados pensando en la increíble variedad de mierda y de orina a saborear, a descubrir. Sabores distintos que cada dieta daría a la masa excretada. ¿Cómo sabría la caca de la comida china, de los bufetes franceses, de los postres finos? ¿Qué buqué le daría a los miados una dieta rica en fibra, en vegetales, en vinos caros? En su oficina todos comían los mismos guisos de las fondas cercanas, por lo que esos placeres delicados le estaban sólo permitidos en su imaginación.

Un día, un empleado llegó a trabajar con una cruda intensa, dolorosa y flatulenta. No aguantando más, se acercó al baño a vomitar lo ingerido la noche anterior, escogiendo el cubículo del melancólico escusado. Se dobló en sí mismo y con sonoras regurgitaciones sacó a chorro cantidades ingentes de bilis, alimento podrido, mucho alcohol y trocitos de excremento. Era tanto lo que sacaba que tuvo que jalar dos veces. El excusado disfrutaba cada arcada del enfermo como algo totalmente nuevo; nunca había estado nadie así en la oficina desde que él llegara. Cada sabor era diferente, exótico, con sutiles matices a apreciar. Sin embargo, en una de las arcadas, el hombre se fue a estrellar la dentadura en la fría porcelana, rompiéndola y despostillándola.

El golpe dolía muchísimo y la herida era evidente. Los encargados de intendencia al notar el desperfecto, notificaron a la gerencia y decidieron no correr riesgos y cambiar el inodoro. Al cabo de unos días, unos hombres cerraron el cubículo y desinstalaron el retrete. Éste estaba pletórico, extasiado: ¡Por fin conocería el mundo! ¡Por fin saldría de aquel aburrido baño! No sabía su destino, pero sólo conocer la calle hacía que la experiencia del vómito pareciera nimia.

Los hombres bajaron el utensilio por las escaleras y, justo antes de llegar a la salida, uno de ellos tropezó y dejó caer el bacín. La porcelana se rompió en mil pedazos ante la puerta abierta. Un par de los trozos del inodoro cayeron fuera de ésta y, por un breve segundo, ese soñador escusado conoció la calle antes de morir.
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viernes, marzo 26, 2010

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Las monjas parecen serias, absortas, enojadas. Lo que nadie sabe, es que debajo de sus faldas, como parte casi de su atuendo, se esconden una docena de diablillos que arañan sus pantorrillas, golpean sus muslos, muerden sus nalgas, jalan sus vellos púbicos, pellizcan sus vaginas.

Debajo de cada hábito, todas las monjas llevan su penitencia y su placer.
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jueves, marzo 25, 2010

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En el sótano del convento, encerrada en una vieja y húmeda mazmorra que sus hermanas usaron para penitencias en otros tiempos, vive ella: “La monja milagrosa”.

Durante un par de años, su orden disfrutó de la atención de todo el mundo, de los favores papales y de fuertes donativos otorgados por gente de diversos estratos y calañas. Todo gracias a ella. Porque la monja milagrosa hablaba con dios. Vivía con dios. Hacía la obra de dios. Y él, en reciprocidad, le permitía efectuar alguna cura divina, reproducir alimentos o realizar variados efectos de pirotecnia. Ella había sido la hija favorita de su iglesia y esas bondades se extendían a su orden, otrora empobrecida y relegada.

Pero ya no más. Ahora está en ese frío e incómodo calabozo, con poca luz, escasa comida y agua sucia para calmar su sed. Sus hermanas le tienen envidia y rencor por los dones que posee y la forma tan estúpida en que las volvió a hundir en la miseria y el olvido.

Y es que un día, durante una entrevista televisiva en que los conductores enaltecían sus obras, a la monja milagrosa le dio por querer contarles- ¡y enseñarles¡- de las marcas en su cuerpo, de las cicatrices frescas y las tatuadas con sangre y tiempo, de las laceraciones vaginales y el desgarre rectal, de las lágrimas y las torturas. Sollozaba su tragedia y hablaba de la violencia intrafamiliar a la que era sujeta todos los días por su esposo, que no sabía ejercer sus derechos maritales si no era con dolor. La televisora jamás transmitió la entrevista por presión del vaticano (y quién querría saber las desgracias de una monja, en realidad) y a ella la encerraron y esperaron que el tiempo borrara su existencia de la memoria de la grey.

Y ahí ha estado desde entonces; encerrada, hambrienta, sedienta. Pero nunca sola. Porque lo único que lamenta todos los días, es que la iglesia no permita los divorcios.
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martes, marzo 23, 2010

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Estaba oscuro y hacía frío. Siempre estaba oscuro y hacía frío, sin importar la fecha o la hora, en ese lugar infernal. De la penumbra salían gemidos escalofriantes y el ambiente apestaba a enfermedad y letrina. Los que estaban encerrados dentro, con los ojos acostumbrados a la ausencia de luz, hubieran preferido la ceguera absoluta a ver sus rostros demacrados, patéticos, dolorosos, que lloraban entre las sombras. Todos estaban muriendo y rogaban no esperar demasiado.

“El dolor purifica las almas”, escuchaban una y otra vez decir a sus torturadores, hasta que la muerte o la locura llegaban por ellos.

De vez en cuando aparecían, con sus atuendos negros, a revisar las camas y hablar con ellos. Jugaban con sus mentes, alimentaban la esperanza de ir a un lugar mejor, mientras el suplicio los consumía y ya no entendían lenguaje alguno.

No pasaba mucho tiempo para que una de esas pobres criaturas dejara de sollozar y retorcerse. Entonces arribaba el demonio. Porque debía ser un demonio para sonreír siempre con esa tranquilidad en medio de la miseria y el martirio: se acercaba al lecho del difunto, lo tocaba y analizaba hasta quedar satisfecha de su obra, de no haber dejado un rastro de humanidad en el bulto de hueso y piel que quedaba detrás. Sonreía, se persignaba y decía “ya está con nuestro Señor”.

De inmediato, entraban otros dos diablos con los mismos ropajes negriblancos a llevarse el cuerpo. Salían, y con ellos la hermana Teresa con la misma sonrisa de satisfacción, dejando tras de ella a enfermos y desahuciados, pudriéndose en el infierno.
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martes, febrero 23, 2010

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Afuera de la capilla había sólo penumbras y el interior estaba iluminado con algunas veladoras. En el Cristo, bajo el que Natalia rezaba, se acentuaba el sufrimiento en sus facciones por los reflejos ambarinos de las llamas. Ella, vestida de hábito, hincada frente al altar y con las manos cruzadas frente a su rostro imploraba al crucifijo por una señal.

Llevaba cinco años en el monasterio sirviendo a su mejor entender los designios de dios. Trataba de ser dócil y feliz, pero el tiempo había plantado en ella una semilla de duda; la vida secular que hacía tanto dejó atrás volvía a tentarla con fuerza. Esa semilla había encontrado terreno fértil en los años de árida devoción, de vocación débil y escasa pasión. La madre superiora le informó que había llegado el tiempo de hacer su profesión perpetua. Debía estar extasiada, pletórica, llena de luz… pero no era así. Y esa noche llena de confusión, fue a la capilla a pedir una señal divina que le indicara el camino.

En el silencio de la noche, Natalia se sobresaltó al sentir una mano fuerte en su hombro. Un hombre la veía con gesto tierno. Ella trató de levantarse, pero él la detuvo y se hincó a su lado. Sus rasgos denotaban un dolor profundo, acentuados por los brillos de las velas. El corazón de Natalia palpitó más rápido que nunca antes. Él colocó una mano marcada en su mejilla. Ella lo besó y se dejó llevar. Se quitó el hábito con torpe prisa y se acostaron en el piso. Esos labios resecos recorrieron su anatomía, erizando su piel, mientras ella acariciaba cicatrices en el delgado cuerpo masculino. Cedió su voluntad a un deseo fulminante y por primera vez en su existencia sintió la pasión entrar en ella.

Entonces Natalia supo lo que tenía que hacer. Su ruego fue escuchado. Se prepararía para la ceremonia y juraría ante dios dedicar su vida a Cristo. “Para él mi corazón, mi todo, mi siempre…” pensó con convicción delirante, mordiendo su mano para no gritar un orgasmo repentino, mientras aquella cruz, ahora vacía, colgaba sobre los dos seres desnudos que se retorcían en el piso de la capilla, rozando el cielo.
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lunes, febrero 22, 2010

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En la oscuridad del claustro, una masa amorfa de cuerpos se mueve y palpita. Una docena de manos recorren la piel desnuda de seis monjas que se pierden entre sí, buscando su calor, su deseo, su falta. Se besan, se penetran, se hunden en la perdición de la carne, sabedoras que son pecadoras confesas. Tienen voto de silencio y sus gemidos son callados, sus orgasmos mudos. Es difícil saber donde empieza la una y comienza la otra. Todas se saben casadas con dios…

Pero su marido las tiene muy abandonadas.
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viernes, febrero 19, 2010

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Pablo estaba muy enfermo. Esa noche la calentura le hacía sentir que la piel estaba hinchada, entumida. Los músculos parecían endurecerse y pesar. El seño le palpitaba y dolía hasta el cráneo. Se revolvía en cama tratando de descansar. Afuera de su casa, sus perros ladraban, gruñían, aullaban con desesperación. El escándalo no le ayudaba.

De pronto recordó a su abuela diciéndole que los perros presienten la muerte. Poco a poco, esa idea fugaz se fue apoderando de su enfebrecida mente hasta que era lo único que la habitaba. Pablo se llenó de miedo. Le asustaba esa enfermedad extraña que llegó un día sin avisar y que no le dejaba en paz. Le aterró su propio cuerpo, cobarde traidor que no le daba las fuerzas suficientes para reponerse. Temió la muerte, la pregunta a lo que vendría, qué sentiría, qué pasaría, su último aliento, su último vistazo a una existencia a la que, si bien no quería, sí se había acostumbrado. Pero el horror más profundo se dirigió a sus perros. Sus únicos compañeros en una vida de fracasos y soledades, sus amigos y familia, sus guardianes. Ahora los veía como seres extraños, bestias infernales cuyo único propósito era avisarle a todo el mundo de su futuro fallecimiento. Se llenó de pánico al escuchar sus frenéticos gritos.

Como pudo se levantó. El miedo lo impulsaba, un pie enfrente del otro, paso a paso. El miedo le ayudó a tomar el pesado rifle de la pared donde colgaba. El miedo lo guió hacia la puerta, la abrió y lo dirigió a sus antes queridas mascotas. Los animales lo sintieron acercarse y movieron las colas emocionados, dirigiéndose hacia él. Sus lenguas de fuera, su orejas atentas, sus patas inquietas. En sus ojos, donde antes veía ternura y devoción, ahora Pablo sólo veía burla y anticipación por su próximo deceso. Levantó el arma y disparó sobre cada uno de ellos. Los chillidos sonaron más fuerte que los disparos en la paz nocturna. Había lágrimas en los ojos caninos y en los del verdugo humano que no logró matar su miedo.

Despacio, Pablo se dio la vuelta y entró a su casa. Detrás de él, muy cerca, entró la muerte, libre ya de recoger su alma sin los perros que toda la noche la habían mantenido a sana distancia de su amo.
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jueves, febrero 18, 2010

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Habían pasado sesiones y sesiones y no avanzaban nada. Era el tercer terapeuta con quien se trataba y seguían sin resolver el problema: un miedo irracional al estar cerca de cualquier animal. Sudoraciones, temblores y ansiedad le atacaban al ir al zoológico, al caminar en un parque o al visitar la casa de alguien que tenía mascota. El terapeuta estaba frustrado y pensaba en renunciar al caso.

Quizá si su paciente se atreviera a confesar el poderoso hormigueo que le daba en la entrepierna estando próximo a los animales, todo sería más fácil.
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miércoles, febrero 17, 2010

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La fiebre era intensa y hacía que cada músculo doliera y la cabeza naufragara en un mar de niebla. Corría en la oscuridad del bosque, huyendo de ese gruñido ronco que no se le despegaba. El animal era silencioso, cauto y, al parecer, conocía bien el monte; al menos tanto como él. Podía olerlo, casi saborearlo en la proximidad. Sus ropas iban dejando jirones en su camino. Cada tanto el gruñido se hacía más intenso y el sufrimiento en todo el cuerpo acentuaba sus punzadas. No podía parar; sabía que la bestia estaba cerca, muy cerca de él.

Sin más, tuvo que detenerse. Sus extremidades no respondían ya. Un dolor en el pecho le apretaba el corazón y los pulmones. Se dejó caer de bruces y sus palmas se aferraron al piso. No sabía cómo, no sabía cuándo, pero el animal infernal que le sometía a tal horror ya estaba ahí, con su gruñido casi encima suyo. Levantó por un segundo la vista y vio su peluda y afilada garra frente a él, junto a su mano.

Sobre su mano.

En su mano.

Se sorprendió levantando el hocico al cielo y aullándole a la luna. Nada más recordaría de esa noche.
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martes, febrero 16, 2010

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Alguien le había dicho que la mejor manera de combatir sus miedos era rodeándose de ellos, enfrentarlos hasta hacerlos parte de uno mismo. Harta como estaba, tomó el consejo a pecho y llenó su cuarto de esos bichos varios que le erizaban la piel.

Junto a su cama había una jaula con varias ratas que pasaban la noche chasqueando y royendo. Del otro lado, otra celda guardaba un sapo grande y viscoso que croaba a la oscuridad. En otro punto de su habitación, una serpiente descansaba y siseaba en el tedio entre comidas. Arriba de su cama, colgando de un fuerte hilo, una caja transparente contenía una tarántula que se pegaba a todas las superficies de plástico translúcido buscando una forma de salir. Esas creaturas eran lo que primero que veía al despertar y lo último al acostarse.

Ya no les tenía miedo ni le impactaban. Ahora eran otras las razones por las que no podía dormir al apagar la luz. Llevaba días ya sin poder descansar tranquila. Desde que, entre la bruma del sueño, un ejército de perros y gatos la cercaron y persiguieron, reclamándole el no quererlos como mascotas.
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lunes, febrero 15, 2010

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Peludos, plumíferos o con escamas. Con cuatro patas, dos o que se arrastrasen por el piso. Mamíferos, anfibios, invertebrados, acéfalos, artrópodos. No importaba. Todos eran iguales y le asustaban tanto. Había ido ganando miedo a los animales, de todo tipo, en todas sus variantes, y cada día era más terrible, irracional. Y la criatura que más le asustaba, aquella con la que empezó el terror, era esa bestia extraña con la que se encontraba todas las mañanas en el espejo.
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viernes, febrero 12, 2010

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Por años aguantó el terror absoluto de tenerlo en casa. Todos los días vivía con un miedo atroz a verlo, siempre ahí, sonriendo. Ella sabía que él podía verla sin sus trabajadas máscaras, sin su ensayada apariencia, sin sus cómodas barreras. Él veía su corazón desnudo y eso la llenaba de pánico.

No pudo más. Era suficiente de ese recuerdo constante de vivir en el infierno, de haber perdido todo lo alguna vez considerado sagrado, de saberse frágil y mortal. Su cuerpo se llenó de sudores fríos y su cabeza explotó esa mañana al verlo, como siempre, inconmovible ante su sufrimiento.

Salió corriendo y se encerró en su recámara. Recargó su espalda en la puerta y se resbaló hacia el piso. Su corazón palpitaba tan fuerte que sentía un tambor en sus oídos resonando un ritmo loco, delirante. Podía escuchar sus pasos acercarse. Puso sus manos en su cabeza y se jaló el pelo con desesperación. Dio un pequeño salto cuando esa cosa tocó a la puerta. La garganta se le cerraba. ¿A dónde podría ir ahora? Volvió a tocar.

- ¿Mami? ¿Qué tienes, mami?- se escuchó del otro lado de la puerta.
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jueves, febrero 11, 2010

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- ¡Ya vengan a comer sus pizzas, chamacos!- se escuchó gritar a una voz femenina en la amplia casa.

Pasos y voces estridentes retumbaron después en los pasillos. Los cuatro pequeños se sentaron a la mesa y se sirvieron, ensuciándolo todo con entusiasmo, con cuidado de no dejar una zona del comedor limpia. Eran artesanos del desorden y tomaban especial orgullo en desempeñar a cabalidad su trabajo. Gritaban y reían con infantil deleite, escurriendo queso y escupiendo coca cola. Hablaban de sus planes para continuar el juego después de comer, de lo que harían, de los papeles que desempeñarían cada uno en sus fantasías. El almuerzo era sólo una pausa que interrumpía sus grandes planes.

Mientras los niños ingerían cantidades ingentes de azúcar y grasa, en otro lugar de la mansión, un cuarto oscuro y recóndito de todo, sobre un camastro viejo, el repartidor de pizza sollozaba doliéndose de todas sus heridas. No podía moverse, estando amarrado a las cuatro patas del sucio mueble, y sus ojos empapados en lágrimas veían la puerta, esperanzado que alguien más entrara a la habitación a liberarlo, antes de que los cuatro monstruos que lo habían capturado regresaran a seguir jugando a los secuestradores.
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miércoles, febrero 10, 2010

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Ella tomó mi mano y viéndome fijamente sonrió. Mi pecho se llenó de cosas nuevas y mi cara ardía. Fue el sentimiento más bonito que había sentido en mi vida.

- ¿Cogemos?- dijo, como si planeara robar un banco o matar a alguien.

- ¿Cómo… cómo es eso?

Yo tenía cinco años y ella seis. En sus ojos brillantes habitaban luciérnagas que siempre que me miraba se pasaban a mi panza.

- Es fácil, mira. Yo te enseño.

Y se acercó a mí pegando sus labios a los míos, suave, pero sin dejar un milímetro de aire entre ellos. Lo primero que sentí es que esos bichos juguetones que controlaba su mirada se volvieron locos en mi interior y quemaban mi piel. Después, su aroma, dulzón y cremoso, embotó mi cabeza y llenó el mundo de melodías de caramelo. Por último, cuando puso su manita en mi pecho y me empujó para subirse en mí, las nubes no volaban tan alto como nosotros. Pasamos horas así, con las bocas unidas y los cuerpos soldados, como si nuestra ropa estuviera cosida una con otra. Sin movernos, sin hablar, sin pensar para no romper lo que fuera que sea que ella creía era el juego y se detuviera.

Muchos dirían que fue ese día en que murió mi infancia. Pues no; en ese momento fue en el que me prometí no crecer jamás.
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martes, febrero 09, 2010

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Cuando ellos llegaron, todos caímos rendidos ante ellos. Eran hermosos, sublimes, perfectos. Nunca supimos con claridad si provenían de las estrellas, del futuro, de otra dimensión. Sólo llegaron y creímos que cambiarían nuestras vidas para siempre con su tecnología y conocimientos. Eran impolutos desde su creación, seres hechos bajo diseño: Ingeniería genética y programación neural. Nada se comparaba con su magnificencia. Por supuesto les abrimos las puertas y llenaron al mundo de su presencia divina.

Hasta que nos aburrimos.

Con el tiempo sólo fueron parte del paisaje. Su tecnología resultó demasiado avanzada para entenderla o ejecutarla y su filosofía muy aburrida. Al final, lo único que nos dejaron fue una pequeña fortuna a los que les rentábamos a nuestros niños para analizarlos por horas en sus juegos, travesuras, berrinches. Era increíble las cantidades de metales preciosos que daban a cambio de apreciar a nuestros pequeños en toda su inmaculada imperfección.
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lunes, febrero 08, 2010

41

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Desde que entró a la escuela Manolito había cambiado mucho. Parecía taciturno, triste, preocupado. Se había hecho de manías raras; iba al baño dejando la puerta entreabierta sin prender la luz, entraba a su recámara corriendo, tapándose enseguida hasta la cabeza con las cobijas y ocasionalmente se encerraba en su armario por horas. Lo más extraño y violento pasaba cada mañana cuando su mamá lo ponía frente a la luna del tocador para arreglarlo. Gritos, pataleos y jalones sin dejarse peinar. Era tanta su desesperación que la señora optaba por irlo acicalando en el camino. No entendían qué le pasaba, pero la familia comenzó a asustarse por el pequeño.

Lo que nadie más que Manolito sabía, era que siempre que se veía en un espejo algo espeluznante le devolvía la mirada: Un vez era un señor mayor, de barba cerrada y con lentes, que cargaba pesados y variados libros. En otra, había un sujeto lampiño y pulcro, con traje y corbata, con un grueso fajo de billetes en una mano. Incluso una mañana era un hombre con peluca, un vestido estrafalario y la cara pintada. Siempre era una faz distinta. Y siempre sabía que todas esas caras eran él. Manolito, viéndose a si mismo a través del tiempo.

Lo aterrador- más que la oscuridad, que las criaturas debajo de su cama, que el monstruo de su clóset- eran esas miradas que su reflejo le devolvía todos los días y que le decían que, no importaba qué camino tomara, nunca volvería a ser del todo feliz.
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viernes, febrero 05, 2010

40

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Era un adolescente cuando sus sueños se le escaparon. No podía precisar cómo lo sabía con tanta certeza, pero así era; ya no estaban con él. A veces los percibía, corriendo o escondiéndose y comenzaba una desesperada búsqueda por encontrarlos en toda la casa. Movía muebles, revolvía papeles, rompía adornos. La presión de su familia lo obligó a ser más discreto, pero aún así, en ocasiones, se permitía tratar de atajar sus sueños cuando los presentía rondar.

En su juventud, creyendo domesticado ese impulso, en más de una oportunidad se sorprendía al salir corriendo ante la fugaz visión de sus sueños perdidos, dejando atrás citas, trabajo o divertimentos. No pasaba mucho para que recuperara la cordura, pero estos arranques le trajeron un sin fin de problemas y unas ansias que cada vez le costaba más someter.

Conforme avanzaba en su madurez, esa falta le hacía más inquieto e infeliz. Cada vez se le aparecían más y más; al cruzar una calle, dentro del baño o cuando hacía el amor. Los efímeros avistamientos le arrancaban de toda concentración y tenía que buscar y buscar y buscar esos fugitivos sueños que tanta turbación le causaban. Poco a poco dejó atrás trabajo, sexo, gente, casa, higiene para dedicarse a corretear quimeras que ya ni siquiera estaba seguro fueran las suyas.

Con el tiempo era un loco más en las desquiciadas arterias de la urbe. Vivía en la calle, donde nada le detenía si a media noche o al amanecer distinguía a sus escurridizas presas. Comía lo que encontraba, lo que le daban y se cobijaba de mantas y papeles que iba recolectando en su cacería.

En una de las recientes noches de frío intenso, el hombre, ya sin fuerzas para seguir acechando sus inasequibles trofeos, se dejó caer, esperando. Poco a poco, a su alrededor, se fueron congregando todos esos sueños que había visto; sueños perdidos, abandonados, huérfanos. Los sueños de nadie que vagaban por la ciudad sin rumbo hasta que le encontraron a él que les dio un sentido de nuevo.

En silencio, todos los sueños le abrazaron fuertemente y murieron con él.
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jueves, febrero 04, 2010

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Entre la bruma del sueño escuchaba una voz urgente que le ordenaba despertar. Creía se trataba de alguno de los médicos o de su madre, pero se negaba a dejar atrás el químico letargo que tanta paz le daba. Los gritos imperiosos, en realidad, pertenecían a Morfeo, que veía su reino invadido de monstruos incontrolables cada vez que ella dormía.
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miércoles, febrero 03, 2010

38

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Morfeo empacó todos sus libros de poesía y mitología, preparándose para dejar su reino, mientras Sigmund Freud tomaba posesión colgando un gigantesco retrato de su madre en el recibidor.
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martes, febrero 02, 2010

37

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Había una base de datos que alcanzaba ya niveles míticos en las comunidades más exclusivas de hackers en la red. Nadie sabía qué era ni los secretos que tan celosamente guardaba, pero todos querían entrar en ella. Su descubrimiento, seguramente fortuito, ya no era recordado y todo lo relacionado con ella alcanzaba notas de leyenda. Un disco duro resguardado por una seguridad única; ninguna pared de fuego o hielo alcanzaban los niveles de complejidad de lo que esa unidad poseía. Piratas del cyberespacio presumían sus logros y amenazaban con derrotar las defensas de tan misterioso objetivo, sólo para terminar con interfaces craneales quemadas, fallas en el sistema nervioso que los dejaban con miembros inutilizados o con reflejos violentos e involuntarios. Los que más se arriesgaron en la empresa terminaban, según se decía, locos de remate, babeando y gritando incoherencias en lenguaje binario. La terminal no pertenecía a ninguno de los grandes emporios comerciales y menos era gubernamental (sus presupuestos rara vez alcanzaban para uno o dos resguardos). Lo que había dentro de esa base de datos era el santo grial del mundo virtual.

Lo que nadie sabía es que cada noche, en un pequeño departamento, un hombre común y corriente conectaba su cerebro a su ordenador, conectado a la red mundial, y descargaba sus sueños en el disco duro para tenerlos de respaldo.
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lunes, febrero 01, 2010

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El problema cuando soñaba despierto era que a las quimeras de su mente les daba por irse resbalando, silenciosas, casi descuidadamente, por su oreja hasta que el peso hacía que se cayeran y se estrellaran en el piso. Parecían pequeños alebrijes hechos añicos. Con parsimonia se inclinaba y recogía los trozos bajo la mirada de todo el mundo. Era tal su vergüenza de ver sus sueños, las más íntimas representaciones de su ser, ahí, a la vista de todos, expuestos y destrozados que nunca intentó repararlos y los iba guardando todos en una caja de cartón enorme. Poco a poco se fue educando para no soñar más y evitarse esas escenitas en público, hasta que ni una sola fantasía nació de su cerebro.

Mucho tiempo después, siendo ya un anciano malhumorado y solitario que pasaba la mayor parte del día dormido, pero sin soñar de más, escuchó ruidos en su armario. Temiendo tener ratones, abrió las puertas del mueble y rebuscó en su interior. Detrás de años de zapatos viejos encontró aquella caja y aquellos sueños rotos que, en su ausencia, habían dado vida a un sinnúmero de rencores y amarguras, pequeñas bestias de dientes afilados, que al sentir abrir la caja, saltaron a destrozar a la persona que los había olvidado.
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viernes, enero 29, 2010

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Todos los días resistía el llamado del viento. Sus alas se estremecían y le pedían expandirse y volar, pero ella, decidida, se rehusaba a partir si no era con él.

Ella pasó semanas en tierra buscando la forma de llevárselo consigo. Juntos planearon y construyeron un par de alas artificiales con sueños y algodones, promesas y maderas, amor y cordeles.

El día llegó y ella debía partir, pues el cielo le reclamaba con intensidad. Se pararon juntos en el borde de un barranco y ambos estiraron sus alas; las de ella naturales, hermosas, fuertes, las de él temblorosas, toscas y postizas. Ella tomó aliento y con una gran sonrisa se elevó por los aires con gracilidad. Detrás de ella, con vuelo torpe pero seguro, iban el par de alas confeccionadas con tantas ganas, mientras él, plantado al piso con el peso de sus miedos, les vio alejarse.
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