lunes, mayo 31, 2010

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Desde que tenía memoria, sólo una cosa nadaba en su líquida conciencia: conocer el mundo. Había sido instalado en la última remodelación del edificio de oficinas. Todos los demás escusados estaban contentos con su existencia útil y su alimentación cotidiana, pero él no. Para él, ese pequeño cubículo mal iluminado resultaba poco.

De nada le consolaban la enorme variedad de cacas que le eran vertidas, los pedos que le regalaban, la orina tibia que bebía ávido. Nada le satisfacía desde la primera vez que se pensó en la calle, con la tapa abierta, dispuesto a recibir los desperdicios de toda esa gente que lo necesitaba. Se estremecía y se le escurría agua por los costados pensando en la increíble variedad de mierda y de orina a saborear, a descubrir. Sabores distintos que cada dieta daría a la masa excretada. ¿Cómo sabría la caca de la comida china, de los bufetes franceses, de los postres finos? ¿Qué buqué le daría a los miados una dieta rica en fibra, en vegetales, en vinos caros? En su oficina todos comían los mismos guisos de las fondas cercanas, por lo que esos placeres delicados le estaban sólo permitidos en su imaginación.

Un día, un empleado llegó a trabajar con una cruda intensa, dolorosa y flatulenta. No aguantando más, se acercó al baño a vomitar lo ingerido la noche anterior, escogiendo el cubículo del melancólico escusado. Se dobló en sí mismo y con sonoras regurgitaciones sacó a chorro cantidades ingentes de bilis, alimento podrido, mucho alcohol y trocitos de excremento. Era tanto lo que sacaba que tuvo que jalar dos veces. El excusado disfrutaba cada arcada del enfermo como algo totalmente nuevo; nunca había estado nadie así en la oficina desde que él llegara. Cada sabor era diferente, exótico, con sutiles matices a apreciar. Sin embargo, en una de las arcadas, el hombre se fue a estrellar la dentadura en la fría porcelana, rompiéndola y despostillándola.

El golpe dolía muchísimo y la herida era evidente. Los encargados de intendencia al notar el desperfecto, notificaron a la gerencia y decidieron no correr riesgos y cambiar el inodoro. Al cabo de unos días, unos hombres cerraron el cubículo y desinstalaron el retrete. Éste estaba pletórico, extasiado: ¡Por fin conocería el mundo! ¡Por fin saldría de aquel aburrido baño! No sabía su destino, pero sólo conocer la calle hacía que la experiencia del vómito pareciera nimia.

Los hombres bajaron el utensilio por las escaleras y, justo antes de llegar a la salida, uno de ellos tropezó y dejó caer el bacín. La porcelana se rompió en mil pedazos ante la puerta abierta. Un par de los trozos del inodoro cayeron fuera de ésta y, por un breve segundo, ese soñador escusado conoció la calle antes de morir.
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