jueves, noviembre 04, 2010

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A sus padres les daba asco. Toda esa pus en la piel, toda la suciedad en el pelo (y tenía el cuerpo cubierto de vellos), su aliento podrido. El sólo verlo, con la nariz hinchada, la piel rota y fibrosa, los ojos hundidos, era desagradable. Al menos Jorgito lo mantenía encerrado en su clóset.

Jorgito quería un troll. Era todo de lo que habló por meses y su único deseo para navidad. Había leído algo de ellos en internet y se había obsesionado. Sus padres planearon comprarle un muñequito con pelos parados que anunciaban como “troll” y calmar su deseo. Sin embargo, su sorpresa fue tremenda cuando, al despertar por los gritos emocionados de su hijo, encontraron debajo del árbol, encima del zapatito, un enorme y real troll amarrado con cadenas.

Entonces su casa cambió. Lo lavaban todo tres veces al día, queriendo evitar un hedor que cada vez se impregnaba más. Evitaban el cuarto de Jorgito y sus noches las pasaban en vela.

Mas el niño era la criatura más feliz sobre la tierra. Todas las noches dormía con su lámpara de noche iluminando débilmente al interior de su ropero donde habitaba su troll. La bestia gemía, gruñía, lloraba. Y en las noches su agonía era mayor. Pero el dolor del ser parecía arruyar al pequeño que dormía satisfecho en su cama, rodeado de moscas y el repugnante aroma que salía de su armario, sabiendo que cuidaba bien de su regalo. Porque, tal y como había leído en internet; él no alimentaba a su troll.
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miércoles, noviembre 03, 2010

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Todo lo que quería era que lo reconocieran como artista. Buscaba el reconocimiento de la crítica, del público conocedor, de sus colegas de la élite creativa. Hacía películas que sabía serían de su agrado, que tenían todo lo que decían admirar. Pero nunca pasó.

“Repetitivo”, “mediocre”, “pretensioso”, eran los adjetivos que inundaban las reseñas de sus obras. Más de diez largometrajes y no alcanzaba una sola obra merecedora del reconocimiento que anhelaba.

Ya no podía más. Tomó una decisión y filmó una película que sabía despreciarían. Usó la cámara como instrumento de tortura y el guión era una serie de pretextos para exponer en celuloide un magnus opus dedicado al mal gusto, a la suciedad y a escupirles en la cara a todos aquellos que no comprendían sus previas cintas.

El día del estreno se colocó de pie, orgulloso, en la sala de proyección. Todos estaban sentados con actitud prepotente, esperando una muestra más de su fracaso. La pantalla se iluminó y por un lapso de dos horas y media desfilaron imágenes de sodomía, coprofagia, laceraciones, perversiones y actos de violencia explícitos sin mayor razón que llenar la pantalla de un malsano hedor a mierda. En la sala; silencio. El realizador veía triunfante la escena. Cuando en la pantalla apareció un perro que se colocaba detrás de una colegiala desnuda que había tropezado, la sala entera de puso de pie. El cineasta esperaba ansioso la desbandada, la salida de gente asqueada y a punto del vómito.

La ovación fue unánime. El cine mismo se cimbró ante los aplausos y vitores. El director salió a la sala y el entusiasmo llegó a su clímax. Pidió silencio, les gritó, los insultó, se bajó los pantalones y cagó en la alfombra, para después aventar sus heces contra la audiencia que, sonriendo, recibía todo.

En los diarios del día siguiente se leería: “Desde las entrañas de un verdadero artista”
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Todo empezó con un cosquilleo en el estómago. Él estaba en el otro lado del parabús, separado de mí por todos los metálicos asientos vacíos. Veía al piso fijamente, a sus Converse sucios, a una envoltura de Gansito tirada. De pronto levantaba la cabeza y, con sonrisa tímida y las mejillas enrojecidas, me volteaba a ver. Y la revolución en mis tripas aceleraba. Dejamos pasar dos peseras casi vacías. Con las manos temblando y nervioso hasta la médula, se levantó un poco y se acercó un asiento. Eso fue demasiado para mi débil panza.

Sin mucho preámbulo, mi sistema digestivo lanzó como proyectil una masa ácida y espesa. Mi espalda se arqueó hacia el frente y mi vientre se contrajo con fuerza. Olas y olas de inacabables jugos gástricos salían de mi garganta. Él me veía, ya sin pudor alguno, con los ojos y la mandíbula abiertas como coladeras sin tapa. Lloraba y mi garganta ardía. Al fin, tras lo que parecía una eternidad, las convulsiones cesaron. Respiré tranquila y limpié los restos de baba y vómito con mi manga. Sin saber bien qué esperar, volteé a encontrarme con su mirada. Él seguía ahí, anonadado y expectante. Hice una mueca que pretendió ser una sonrisa y justo cuando le iba a decir algo… él se agachó de golpe y expulsó su cena, su comida, su desayuno y, seguramente, el banquete de fin de año. Fueron varios minutos en los que él terminó hincado, frente a las sillas frías, embarrado el pantalón del vómito expulsado por los dos. Cuando terminó, tras una pausa, secó su boca con la manga, como lo hiciera yo y levantó su rostro para verme. Con nuestros gestos, en silencio, nos contamos todos los platillos que ya no reconocíamos, de dónde veníamos, nos pedimos disculpas, nos dijimos ridículos y enfermos… y nos soltamos a reír al descubrirnos el uno en el otro.

Así nos conocimos su padre y yo hace casi 10 años. Y así es el amor: algo que sale de las entrañas sin ningún control. Y eso es lo que escuchan en las noches en nuestro cuarto: Todavía sentimos ese cosquilleo en el estómago cuando estamos solos.
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