jueves, septiembre 01, 2011

70.

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El día de su boda todos los que la conocían estaban ahí. Podría decir que sus amigos, pero en realidad no tenía ninguno; sólo gente que pasaba por su vida y usaba a su conveniencia en mayor o menor medida. Siempre había sido un parásito social, dispuesta a conseguir lo que quería sin dudas ni contemplaciones. Había pasado de círculo social en círculo social, dando coba a los que podían ayudarla y segregando a los que perdían autoridad, adaptando su juego conforme cambiara la marea. Si hay algo que nadie que tenga un mínimo de poder puede resistir es a un buen adulador, y ella sabía hacerlo perfectamente.

Caminó rumbo al altar sola, viendo a lo largo del pasillo las caras de compañeras de la escuela que sus padres apenan podían pagar, con las que ella se pasaba horas en sus casas de Polanco, Lomas o Naucalpan y, todas, con las que se había pelado por un novio o porque le habían negado prestarle su coche; las sonrisas fingidas de ex-novios, tanto suyos como de las demás asistentes, con los que salía y se acostaba indiscriminadamente según necesitara un departamento para dormir o un aventón a algún evento; las cámaras y tabletas electrónicas de los periodistas de sociales que habían acudido a la boda del joven bio-ingeniero más exitoso que se conocía en el país con una chica bien de toda la vida, aunque todos preferían ignorar que toda esa vida había empezado hace 8 años.

Tomó la mano de su prometido y dio el paso definitivo. Él levantó el velo y se encontró con la sonrisa más grande y sincera que ella había dado nunca. Al fin lo había encontrado: Un hombre joven, guapo, alto, blanco, de ojos claros y con un futuro promisorio. A sus 27 años ya se mencionaba su nombre para llegar a ser director de alguno de los laboratorios más importantes del país o, mejor aún, emigrar al extranjero con sueldo en dólares. Era el mejor día de su vida; todo había salido según lo había planeado.

La boda terminó. La recepción fue un éxito, llena de abrazos y felicitaciones tan huecas como huevos rellenos de serpentina. La pareja se despidió temprano y partieron a su luna de miel. El viaje, la llegada a la bahía de Mazatlán, el abordaje al yate en el que recorrerían el Pacífico, el sexo lento y sin pasión que ya conocían. Todo era perfecto y ella se quedó dormida con la misma sonrisa de horas antes. Él, apenas la supo inconsciente, se preparó; el dolor era mucho pero llevaba ya tanto tiempo sin alimento.

Cerró los ojos y casi al instante las lágrimas se escaparon entre sus párpados fuertemente cerrados. La convulsión en su garganta se hizo intensa, tanto como aquella noche en el laboratorio, mientras estudiaba las muestras genéticas de varios ectoparásitos hematófagos. Las arcadas fueron intensas y temió que despertaran a su flamante esposa, pero ella seguía perdida en sueños de riqueza y fama. En su esófago se formó una masa dura y carnosa que salió despacio por su boca. La masa formó una punta afilada y de ella surgió una lengua viscosa y palpitante. Él se acomodó detrás de ella y apunto la probóscide a la nuca de la mujer. Perforó la piel y comenzó a beber. Su tibia, espesa y deliciosa sangre llenó sus entrañas. Debía reconocer que su instinto no le había fallado; su esposa era exquisita. La mujer apenas se quejó y retorció antes de perderse en el limbo de sus propias ambiciones que terminarían, junto con ella, en el fondo del océano Pacífico.
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