Ilustración realizada por Renato Guerra, reproducida aquí con su autorización.
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- Eres un demonio, Yunta- dijo su padre mientras sellaba la ventana. La luna adornaba su rostro severo con lo que parecían cientos de perlas brillantes al reflejarse en su sudor. Su padre era duro pero estaba visiblemente impactado-, un verdadero demonio.
Yunta agachaba la mirada, avergonzado, viendo el piso de madera, sus pezuñas negras, su voluminoso vientre peludo y verde. Él se sabía responsable de ese enojo y le incomodaba. Cuando su padre estuvo satisfecho de que nada podría salir ni entrar se volvió hacia él.
-Mírame, Yunta- el niño alzó la mirada y sintió la mano rápida, dura de su padre que le arrancó de entre los labios un hueso con restos de carne que estaba royendo. El señor quería decir algo más, pero no pudo. Le dio la espalda, tomó el costal rebosante de trozos medio comidos de bebés y salió de su habitación.
Yunta se acercó a la ventana y constató el buen trabajo de su padre. Le costaría mucho volver a abrirla. ¿Cómo no hacerlo cuando la noche le llamaba, le atraía y lo llevaba a esas casas abiertas, esas carnes suculentas, esos cuerpecitos frágiles de delicioso sabor?
Podía escuchar la habitación de sus padres por las delgadas paredes. Ella lloraba y él se oía asustado, preocupado. Yunta sabía que estaba mal, que no debería hacerlo; sus padres se lo habían dicho mil veces, pero nunca con tanto enojo como ahora. Yunta sabía por qué. Rozó con su garra el frío vidrio de la ventana, queriendo acariciar la noche. En la ciudad, cien bebés soltaron en llanto al mismo tiempo. Yunta sonrió.
En poco tiempo tendría un hermanito.
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