jueves, octubre 17, 2013

93.

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- ¿Y entonces…?- dijo Marco.

La primera vez que Claudia quiso decir adiós fue un desastre. Su primo se iba a vivir a otra ciudad con su mamá y el día que se lo informaron a la familia Claudia lloró mucho. Quería mucho a su primo y no veía cómo podía volver a hablar con él: entonces no existían teléfonos celulares ni correos electrónicos, sus padres jamás le permitirían hacer llamadas de larga distancia y escribir una carta le parecía tarea titánica. Sabía, de forma instintiva, que su primo se iría de su vida para siempre. Ese mismo día cuando tenían que despedirse, los dos niños, con lágrimas de un dolor que sólo puede sentirse a los 7 años y el mundo parece inmenso, se dieron un largo abrazo. Él se limpió los mocos, tendió su mano y dijo “Adiós, Claudia”, ella abrió la boca y algo se atoró en su garganta. Quiso sacarlo. Quiso decirlo. Quiso escupirlo y su garganta se cerraba más, más, más. Su corazón latía tan fuerte y el adiós parecía una bola de metal con picos alojada en su tráquea. Tosió, jadeó, vomitó, pero el adiós no pudo salir. Su primo se fue llorando más fuerte y pensando que ella no quería despedirse. Al final, tuvo razón: nunca lo volvió a ver.

Claudia veía a los ojos de Marco. Había dolor. Había rencor. Había trazos del amor que reconoció en ellos 7 años antes. Él esperaba una respuesta y ella esperaba que todo acabara rápido, sin pena ni gloria, pero sobre todo sin palabras. No sería así. Marco quería que doliera. Marco no perdonaba los silencios ni las distancias ni la vida juntos que se había vuelto tan pesada. Claudia no sabría decir qué pasó ni cuándo, pero llegó el día en que ya no estaba en su casa, junto a Marco, sino en algún lugar indistinguible y diferente, mientras él le contaba de las juntas y los clientes. Sabía que tenían que despedirse y Marco también. Eso era lo que él quería.

Claudia nunca pudo decir adiós. Incluso los inocuos hasta-luegos, nos-vemos y te-cuidas-buena-suerte le costaban trabajo. Con los años aprendió a dar una especie de sonrisa incómoda y una inclinación de cabeza que daban a entender que era su momento de partir y que en otra ocasión de la vida se volverían a encontrar, pero nadie esperaba nunca una despedida de su parte. Incluso pensar en un adiós era incómodo y le dificultaba la respiración.

Y Marco lo sabía.

- ¿Entonces? Dilo, Claudia… dilo…

No bastaba lo dicho ya, ni las heridas causadas. Marco quería que doliera, que de verdad lastimara. No se iría, no daría un solo paso hacia la puerta, sin escucharla decir adiós. Claudia casi no había llorado mientras él se estremecía y recitaba una larga lista de quejas y rencores, e incluso se sentía culpable porque, en medio de la tormenta de angustia, ella no había sentido más que una ligera incomodidad. Hacía ya tiempo que Marco no le despertaba más que pequeños simulacros de sentimientos.

En su primer intento le dio un ataque severo de tos. Marco la seguía mirando, sin ir a buscarle un vaso de agua como lo hacía antes. Con la laringe irritada volvió a intentar y su garganta se contrajo, dejando entrar solo un hilo de aire entrar a sus pulmones. La pesada mirada de Marco hacía todo peor. Comenzó a convulsionar como si algo quisiera salir por su garganta. Él seguía impasible. Los ojos de Claudia se llenaron de lágrimas a la primera arcada del vómito. Una substancia purpúrea llenó el piso del departamento que solía ser el hogar de ellos 2. Marco no hizo ni siquiera un gesto de repulsión y sólo seguía viéndola, con los brazos cruzados, los ojos fríos y las emociones secas. Su pecho le palpitaba como un enorme tambor y para su tercer intento, Claudia apenas pudo sacar un gemido que murió cuando algo subió por su tráquea.

Quiso detenerse, volver a hacer su gesto con la cabeza y detenerlo ahí, pero Marco no lo permitiría. Por un momento pensó en pedirle perdón, en decirle que todo había sido un error, que en realidad nunca lo había dejado de amar y que siguieran como siempre, pero el vacío parecía tan grande que tampoco podía dar marcha atrás. Él la miraba. Ella lloraba y gemía y se retorcía y todo su cuerpo dolía con cada intento de decir lo que debía decir. De pronto, su garganta se expandió y pudo sentir que lo que quiera que fuera que bloqueaba el camino comenzaba a salir. Trató más fuerte y su boca se abrió más. Siguió esforzándose, a pesar del dolor, a pesar del llanto, a pesar de sentir que todo su ser estaba en contra de hacerlo. Por fin, en un último intento descomunal, logró sacar de su pecho aquello que debía sacar, cayendo de rodillas ante él.

- Adiós- sonó como un susurro húmedo, suave, gutural.

Y ahí, entre las dos personas que lloraban con un dolor que sólo se puede sentir a los treinta y tantos y el mundo se ha vuelto de golpe tan pequeño, estaba el palpitante corazón de Claudia, envuelto en sangre y vilis, que nunca aprendió a decir adiós sin querer quedarse atrás.
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miércoles, octubre 16, 2013

92.

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Había llegado el momento de irse. Echó un largo vistazo al lugar que hasta entonces había sido su casa. Cerró los ojos y lanzó un suspiro. Le dio un beso a su madre y la comenzó a doblar. Primero en dos, después en cuatro, hasta hacerla lo suficientemente pequeña para que cupiera en su maleta. Después dobló su casa. Guardó todo y se fue a emprender su nueva vida sin tener nunca que decir adiós.
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lunes, octubre 14, 2013

91.

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Parecía que siempre se estaba despidiendo. Incluso sus holas tenían un aire a adiós. Estaba en su mirada que se posaba más allá del acá en que todos vivían, estaba en sus frases que inequívocamente terminaban como si quedara un pero colgando de su lengua, estaba en sus pies que todo el tiempo parecían encaminarse a la salida.

Siempre se despedía, de todo y de todos. Por eso todo y todos le decían adiós, hasta nunca, ojalá no vuelvas, en cuanto lo veían llegar. Y en ese ir por la vida despidiéndose, un día se despidió de sí mismo y nunca se volvió a ver.
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viernes, septiembre 13, 2013

90.

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Se entregó tanto a su creación que, cuando acabó, se sorprendió de descubrir que le faltaban miembros, órganos, piel…
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89.

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Al fin había logrado que su creación fuera un reflejo profundo de su ser interior. Embelesado, lo veía destruir todo lo que alguna vez se dijo querer, descubriendo que, al final, siempre hubo una parte de sí mismo que no conocía.
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88.

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Quería crear un mundo nuevo, mejor, ideal. Apretó el botón y el universo implotó. Poco sabía que nadie quedaría para volver a apretarlo y reiniciar su creación.
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martes, septiembre 03, 2013

87.

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El hombre que se creó a sí mismo: Cada mañana, orgulloso, se encendía, se acicalaba y se mandaba al mundo. Pero también, cada noche, a su regreso, al verse con la energía agotada, descuidado, golpeado, lamentaba tanto no contar con una garantía de fabricante.
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lunes, agosto 26, 2013

86.

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El día que las cosas se levantaron para destruir a sus creadores, los que sufrieron las torturas más terribles fueron aquellos que dejaron sus creaciones inconclusas.
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viernes, agosto 09, 2013

85.

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Para sorpresa de propios y extraños, el apocalipsis llegó hace muchos años: Había comenzado justo en el momento en que dejamos de sentir el dolor ajeno.
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84.

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Suena el teléfono…

- ¿Bueno?

- Hola, ‘pá…

- Ah, eres tú. ¿Cómo estás?

- Bien, ‘pá. Bien. Festejando con unos amigos… ¿Y tú?

- ¿Y qué festejas tú? Ya es tarde…

- Nada, ‘pá, bueno, sí, un poco. Es que me ascendieron en el trabajo y los compañeros, ya sabes, querían invitarme un trago.

- ¿Te ascendieron? ¿Y cuánto te aumentaron?

- No, bueno… no me dieron un aumento, en realidad. Es un… o sea… es un mejor puesto y, si en 3 meses ven que puedo con el puesto, entonces me ajustarán el sueldo…

- ¡”Te ajustarán el sueldo”! Te están viendo la cara, hijo, no seas tonto. Si te están dando el puesto, lo normal es que te den el sueldo.

- No, ‘pá, no… así no es acá. No entiendes cómo…

- Sí, hombre, sí. Ándale, que te sigan robando.

Silencio.

- ¿Y tú, qué haces, ‘pá?

- Estaba por irme a dormir.

- Ah…

- Ya es tarde.

- Yo sé, yo sé…

- Apenas me acabe esta cerveza ya me voy a dormir.

- ¿Sigues bebiendo, ‘pá?

- ¿Cómo que si sigo bebiendo? No estoy borracho, eh. Sólo es una cerveza para poder dormir y ya.

- Papá, el médico te dijo que no deberías tomar nada de alcohol; te hace daño…

- El pinche doctor qué va a saber. Es sólo una cerveza…

- No, ‘pá, no es que sea una ni muchas, es que…

- Bueno, ¿qué? ¿Me vas a regañar o qué? Ahora resulta que tú me vas a decir qué hacer.

- Tienes que cuidarte, ‘pá. Acuérdate que mi mamá…

- Tu mamá no está.

- Ya sé. Por eso. Acuérdate…

- ¡Nada! ¡Tu mamá no está! ¡Ya no está!

- Bueno, ¿y de quién es la pinche culpa, eh?

- ¡Ah! ¡Ahora es mi culpa!

- Bueno, no… la cosa es…

- La cosa es que tu mamá ya no está aquí. ¿Es mi culpa? Dímelo… ¿Es mi culpa?

- ¡No! No sé… No… Pero tienes que cuidarte, ‘pá. Acuérdate que le prometiste…

- Ya, ya, ya. Es sólo una puta cerveza. Ya. Y además es light y sabe a meados.

Otro silencio.

- ¿Y cómo está tu familia? ¿Tu mujer?

- Bien. Bien. Creo que bien…

- Ya es muy tarde. Seguro tu mujer está preocupada…

- Sí… no, no creo, la verdad.

- ¿Cómo no? Tú de borrachote y ella preguntándose donde estás.

- Papá, ella no… no…

- Al menos ya le hablaste, ¿no? No eres tan pinche desobligado.

- Je… claro. Como tú hablabas a casa cuando te ibas con mis tíos, ¿no?

- No es lo mismo. Ustedes sabían que estaba con la familia, que estaba bien, que sabía cuidarme solo.

- ¿Y yo no? ¿Es lo que dices?

- Pues no. Y se nota. Todavía actúas como un niño chiquito que no sabe cuidar a su familia.

- Mi familia… Papá, ellos…

- Ellos están preocupados por ti. Ya vete a casa, hijo. Duerme la mona y luego hablamos.

- Ok, ok…

De nuevo silencio.

- ‘Pá…

- ¿Qué pasó?

Más silencio.

- ¿Estás bien?

- Sí, sí…

- ¿Necesitas dinero?

- No, ‘pá, no… sólo…

- ¿Qué?

- Buenas noches, ‘pá.

- Buenas noches, hijo. Y oye…

- Dime.

- Cuídate, por favor.

- Sí. Adiós.

Un lado de la línea cuelga el teléfono. Del otro, un aliento con aroma a alcohol se estrella con el auricular esperando algo que no va a pasar. Después de unos segundos, también cuelga.
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viernes, agosto 02, 2013

83.

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No sabía que pensar doliera. De verdad, no lo sabía. Para mí era normal la ligera presión en los costados del cráneo, perder el foco de visión, la necesidad de acariciarme la nuca cuando me concentraba en algo. Nunca sospeché que todo eso fueran síntomas de dolor al pensar. Y no lo habría descubierto si no hubiera probado el Encefalodol.

Yo tampoco creía que fuera cierto cuando vi los primeros comerciales. Tenía mis dudas cuando lo hicieron gratuito en el Seguro Social. Pero después de que mi médico familiar me dijo que todo lo que tenía era dolor de pensamiento, al probarlo, todo me quedó claro. No sabía. No sabía nada.

Es una especie de gorro de baño con algunas agujas y cosas que se te pegan en la cabeza. Viene con una pila que dura aproximadamente un mes. Sólo te lo pones y en seguida descubres que has pasado toda tu existencia con un dolor constante. La vida se ve distinta; todo es mejor, nada te molesta y el mundo entero es más… fácil. No pasó ni un día para que me sintiera mucho mejor. Excepto, claro, cuando llegaba el miedo.

Todo me asustaba. No era un terror brutal, paralizante, no. Era sólo ese desasosiego que uno siente al cruzar una calle, cuando un desconocido te ve por mucho tiempo en la calle, después de los noticieros. Había una amenaza profunda en algún lugar dispuesta a saltar sobre mí, pero no podía saber cuándo ni dónde. Mi doctor me dijo que era algo normal, que el Encefalodol podía tener ese efecto secundario, pero que me relajara y dejara que todo siguiera su cauce. Así que eso hice, pero el miedo seguía.

Y entonces sucedió. Dijeron en las noticias que el miedo era porque aquellos que no usaban el Encefalodol seguían pensando, se rehusaban a dejar de sentir dolor y eso los volvería locos. Nos informaron de sus planes de quitarnos la medicina y regresarnos la agonía. Era intolerable. Esa noche todos salimos a buscar a los culpables. Los encontramos y los arrastramos a las calles y les gritamos que se equivocaban y golpeamos sus rostros y arrancamos sus ropas y apaleamos sus cráneos y rompimos sus huesos y vaciamos su sangre… y por un segundo, ya tampoco había miedo.

Así seguimos. Así vivimos. Sin pensar, con un miedo punzante y la esperanza de que nos vuelvan a decir de quién es la culpa para volver a sentirnos seguros y saludables otra vez.

Yo no sabía. No sabía que pensar puede doler tanto…
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martes, julio 23, 2013

82.

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- Y dígame: ¿Dónde le duele?

- En el alma, doctor. Me duele en el alma.

- ¿Có… cómo dice?

- Eso, que me duele el alma, doctor. No, por favor, no me mire así. Créame. Es un dolor horrendo, profundo, lacerante. No puedo seguir así, doctor; lo llevo conmigo desde hace mucho…

- No… a ver… espere… ¿Cómo es que sabe que le duele el alma?

- No lo sé, doctor, no en verdad. Sólo… sólo es lo único que queda. Empezó hace un par de años: al principio era un dolor ligero pero molesto; como cuando empieza un dolor de muelas o te tuerces un tobillo o tienes una uña enterrada… ¿Sí me entiende, doctor? Es un dolor por el que no puedes hacer nada, pero está ahí, dejándote vivir, siempre presente, constante, vibrante. Nunca se iba. Nunca. Cuando comenzó a acrecentarse fui al hospital pero no encontraron nada. No podía decir dónde me dolía, cómo me dolía… sólo sé que dolía mucho…

- ¿Y qué le dijeron en el hospital?

- ¿Usted qué cree, doctor? Lo mismo que está a punto de decirme usted. Me mandaron con un psiquiatra. Pasé meses dormido, cambiando de antidepresivos a ansiolíticos a antipsicóticos… sin un solo cambio. Al final ellos también se rindieron, doctor…

- Pero podría haber muchas causas; neurológicas, óseas…

- Eso me dijeron y no encontraron nada. Me han metido y sacado todo tipo de cosas, doctor, y sigue doliendo. Y sigue creciendo. No para, doctor, no para nunca. Me duele, doctor, me duele el alma… ayúdeme, por favor…

- Ok… digamos… digamos que es así, que le duele “el alma”. ¿Por qué no busca ayuda espiritual? ¿Ha intentado con la religión, haciendo yoga, meditando…?

- Todo, doctor, todo. Fui a todas las iglesias que hay en el país; les di millones y nada ha cambiado. He ido con curanderos, chamanes, espiritistas… y mi alma vomita. Está infectada, está rota… Quizá se fracturó cuando murió mi esposa. O tal vez le entró un virus cuando mi hija se escapó con su novio. Puede ser que se haya constipado cuando me dieron un ascenso por encima de un compañero que lo merecía más y no dije nada. No lo sé… Por favor, doctor, ayúdeme o máteme o llévese mi alma, doctor. Se la regalo…

El médico miró hacia todos lados. Pensó en su educación, en los años invertidos en la facultad, su residencia, la especialización en el tratamiento del dolor crónico. Miró su librero, el diploma, los volúmenes de farmacopea. Sintió miedo. Pavor y desconsuelo. Un frío sudor apareció en su frente. En los ojos del paciente vio una desesperación que no había visto nunca, un dolor profundo desconocido en los años de tratar el reumatismo o la neuralgia y eso le dejaba solo con el dolor ajeno. No podía dejarlo pasar.

- Creo… creo que tengo algo. Espere… aquí, por favor.

Se levantó de su asiento y salió del consultorio. Regresó con un bote de medicamento lleno de pastillas de menta. Le contó al hombre un cuento de tratamientos experimentales, zonas inexploradas del cerebro, pulsos electromagnéticos y medicamentos electro-sensibles, y todo con tal de mandarlo a casa. El hombre le escuchó atento, cada vez más ilusionado y con los ojos llenándose de lágrimas. Al final, el adolorido paciente abrazó al galeno y se fue a sufrir su penosa esperanza.

El doctor cerró la puerta y se fue a sentar, en silencio, con una sonrisa conforme. Sólo podía ser un dolor fantasma, presión inexistente, un caso de hipocondría severa. Eso se repetía una y otra vez, cada que recordaba la mirada quebrada, el cuerpo débil, el gesto de profundo y enloquecedor sufrimiento.

Tardó un poco en dejar entrar a sus siguientes pacientes. Sobre todo porque, de pronto, comenzó a sentir un dolor pequeño, incómodo, vibrante, que venía de ninguna parte, pero se parecía un poco al inicio de un dolor de muelas.
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lunes, julio 22, 2013

81.

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- Créeme; esto me duele más a mí que a ti- dijo mamá.

El primer cinturonazo se estrelló en el trasero del niño con un rotundo tronido. Él apretó los dientes y ella soltó un ligero sollozo. El segundo impacto fue como el primero y las lágrimas rodaron por las mejillas del pequeño. Para la tercera nalgada, él ya lloriqueaba y su madre seguía sollozando, haciendo que el cuarto golpe se desviara hacia las piernas y el quinto se estampara en la base de la columna, con un grito estridente del niño.

Mamá se sentó en la cama con los ojos húmedos. Su hijo se levantó y salió corriendo hacia su cuarto, alejándose de la alcoba de su madre. Ella- sola, al fin sola- se soltó a llorar sonoramente, tratando de percibir su cuerpo: En la espalda había un latigazo sangrante que se formó con la primer nalgada; en el tobillo izquierdo pulsaba una luxación que le apretaba la piel en la media desde el segundo golpe; con el tercer cinturonazo se le había infectado una muela y ahora se le comenzaba a inflamar la cara; para el cuarto impacto sintió el primer cólico renal y en el quinto sintió la sangre correr por su entrepierna cuando los cálculos bajaron de prisa hasta su vejiga y pugnaron por salir.

Lloró un buen rato. Lloró sola. Lloró y pensó en cómo explicarle al doctor que en esa casa no había nada ni nadie que la lastimara tanto como el amor a sus hijos.
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80.



Ilustración realizada por Carlos Ceballos Méndez, reproducida aquí con su autorización.

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Cuando el hombre quiso crear ángeles el resultado fue monstruoso. Seres deformas, con alas inútiles, llenos de vergüenza y sin alma. Fue tan fatal el resultado que también tuvieron que crear un infierno para tirar a esos ángeles imperfectos que tanto les recordaban a ellos mismos.
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jueves, mayo 09, 2013

79.


Ilustración realizada por Carlos Sancho, reproducida aquí con su autorización.

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Lo único bueno que salió cuando los loquitos lograron que les diéramos los mismos derechos a los animales que a los seres humanos, es que desde entonces les podemos vender cerveza, cigarros, zapatos de marca…
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