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- ¿Y entonces…?- dijo Marco.
La primera vez que Claudia quiso decir adiós fue un desastre. Su primo se iba a vivir a otra ciudad con su mamá y el día que se lo informaron a la familia Claudia lloró mucho. Quería mucho a su primo y no veía cómo podía volver a hablar con él: entonces no existían teléfonos celulares ni correos electrónicos, sus padres jamás le permitirían hacer llamadas de larga distancia y escribir una carta le parecía tarea titánica. Sabía, de forma instintiva, que su primo se iría de su vida para siempre. Ese mismo día cuando tenían que despedirse, los dos niños, con lágrimas de un dolor que sólo puede sentirse a los 7 años y el mundo parece inmenso, se dieron un largo abrazo. Él se limpió los mocos, tendió su mano y dijo “Adiós, Claudia”, ella abrió la boca y algo se atoró en su garganta. Quiso sacarlo. Quiso decirlo. Quiso escupirlo y su garganta se cerraba más, más, más. Su corazón latía tan fuerte y el adiós parecía una bola de metal con picos alojada en su tráquea. Tosió, jadeó, vomitó, pero el adiós no pudo salir. Su primo se fue llorando más fuerte y pensando que ella no quería despedirse. Al final, tuvo razón: nunca lo volvió a ver.
Claudia veía a los ojos de Marco. Había dolor. Había rencor. Había trazos del amor que reconoció en ellos 7 años antes. Él esperaba una respuesta y ella esperaba que todo acabara rápido, sin pena ni gloria, pero sobre todo sin palabras. No sería así. Marco quería que doliera. Marco no perdonaba los silencios ni las distancias ni la vida juntos que se había vuelto tan pesada. Claudia no sabría decir qué pasó ni cuándo, pero llegó el día en que ya no estaba en su casa, junto a Marco, sino en algún lugar indistinguible y diferente, mientras él le contaba de las juntas y los clientes. Sabía que tenían que despedirse y Marco también. Eso era lo que él quería.
Claudia nunca pudo decir adiós. Incluso los inocuos hasta-luegos, nos-vemos y te-cuidas-buena-suerte le costaban trabajo. Con los años aprendió a dar una especie de sonrisa incómoda y una inclinación de cabeza que daban a entender que era su momento de partir y que en otra ocasión de la vida se volverían a encontrar, pero nadie esperaba nunca una despedida de su parte. Incluso pensar en un adiós era incómodo y le dificultaba la respiración.
Y Marco lo sabía.
- ¿Entonces? Dilo, Claudia… dilo…
No bastaba lo dicho ya, ni las heridas causadas. Marco quería que doliera, que de verdad lastimara. No se iría, no daría un solo paso hacia la puerta, sin escucharla decir adiós. Claudia casi no había llorado mientras él se estremecía y recitaba una larga lista de quejas y rencores, e incluso se sentía culpable porque, en medio de la tormenta de angustia, ella no había sentido más que una ligera incomodidad. Hacía ya tiempo que Marco no le despertaba más que pequeños simulacros de sentimientos.
En su primer intento le dio un ataque severo de tos. Marco la seguía mirando, sin ir a buscarle un vaso de agua como lo hacía antes. Con la laringe irritada volvió a intentar y su garganta se contrajo, dejando entrar solo un hilo de aire entrar a sus pulmones. La pesada mirada de Marco hacía todo peor. Comenzó a convulsionar como si algo quisiera salir por su garganta. Él seguía impasible. Los ojos de Claudia se llenaron de lágrimas a la primera arcada del vómito. Una substancia purpúrea llenó el piso del departamento que solía ser el hogar de ellos 2. Marco no hizo ni siquiera un gesto de repulsión y sólo seguía viéndola, con los brazos cruzados, los ojos fríos y las emociones secas. Su pecho le palpitaba como un enorme tambor y para su tercer intento, Claudia apenas pudo sacar un gemido que murió cuando algo subió por su tráquea.
Quiso detenerse, volver a hacer su gesto con la cabeza y detenerlo ahí, pero Marco no lo permitiría. Por un momento pensó en pedirle perdón, en decirle que todo había sido un error, que en realidad nunca lo había dejado de amar y que siguieran como siempre, pero el vacío parecía tan grande que tampoco podía dar marcha atrás. Él la miraba. Ella lloraba y gemía y se retorcía y todo su cuerpo dolía con cada intento de decir lo que debía decir. De pronto, su garganta se expandió y pudo sentir que lo que quiera que fuera que bloqueaba el camino comenzaba a salir. Trató más fuerte y su boca se abrió más. Siguió esforzándose, a pesar del dolor, a pesar del llanto, a pesar de sentir que todo su ser estaba en contra de hacerlo. Por fin, en un último intento descomunal, logró sacar de su pecho aquello que debía sacar, cayendo de rodillas ante él.
- Adiós- sonó como un susurro húmedo, suave, gutural.
Y ahí, entre las dos personas que lloraban con un dolor que sólo se puede sentir a los treinta y tantos y el mundo se ha vuelto de golpe tan pequeño, estaba el palpitante corazón de Claudia, envuelto en sangre y vilis, que nunca aprendió a decir adiós sin querer quedarse atrás.
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