martes, julio 23, 2013

82.

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- Y dígame: ¿Dónde le duele?

- En el alma, doctor. Me duele en el alma.

- ¿Có… cómo dice?

- Eso, que me duele el alma, doctor. No, por favor, no me mire así. Créame. Es un dolor horrendo, profundo, lacerante. No puedo seguir así, doctor; lo llevo conmigo desde hace mucho…

- No… a ver… espere… ¿Cómo es que sabe que le duele el alma?

- No lo sé, doctor, no en verdad. Sólo… sólo es lo único que queda. Empezó hace un par de años: al principio era un dolor ligero pero molesto; como cuando empieza un dolor de muelas o te tuerces un tobillo o tienes una uña enterrada… ¿Sí me entiende, doctor? Es un dolor por el que no puedes hacer nada, pero está ahí, dejándote vivir, siempre presente, constante, vibrante. Nunca se iba. Nunca. Cuando comenzó a acrecentarse fui al hospital pero no encontraron nada. No podía decir dónde me dolía, cómo me dolía… sólo sé que dolía mucho…

- ¿Y qué le dijeron en el hospital?

- ¿Usted qué cree, doctor? Lo mismo que está a punto de decirme usted. Me mandaron con un psiquiatra. Pasé meses dormido, cambiando de antidepresivos a ansiolíticos a antipsicóticos… sin un solo cambio. Al final ellos también se rindieron, doctor…

- Pero podría haber muchas causas; neurológicas, óseas…

- Eso me dijeron y no encontraron nada. Me han metido y sacado todo tipo de cosas, doctor, y sigue doliendo. Y sigue creciendo. No para, doctor, no para nunca. Me duele, doctor, me duele el alma… ayúdeme, por favor…

- Ok… digamos… digamos que es así, que le duele “el alma”. ¿Por qué no busca ayuda espiritual? ¿Ha intentado con la religión, haciendo yoga, meditando…?

- Todo, doctor, todo. Fui a todas las iglesias que hay en el país; les di millones y nada ha cambiado. He ido con curanderos, chamanes, espiritistas… y mi alma vomita. Está infectada, está rota… Quizá se fracturó cuando murió mi esposa. O tal vez le entró un virus cuando mi hija se escapó con su novio. Puede ser que se haya constipado cuando me dieron un ascenso por encima de un compañero que lo merecía más y no dije nada. No lo sé… Por favor, doctor, ayúdeme o máteme o llévese mi alma, doctor. Se la regalo…

El médico miró hacia todos lados. Pensó en su educación, en los años invertidos en la facultad, su residencia, la especialización en el tratamiento del dolor crónico. Miró su librero, el diploma, los volúmenes de farmacopea. Sintió miedo. Pavor y desconsuelo. Un frío sudor apareció en su frente. En los ojos del paciente vio una desesperación que no había visto nunca, un dolor profundo desconocido en los años de tratar el reumatismo o la neuralgia y eso le dejaba solo con el dolor ajeno. No podía dejarlo pasar.

- Creo… creo que tengo algo. Espere… aquí, por favor.

Se levantó de su asiento y salió del consultorio. Regresó con un bote de medicamento lleno de pastillas de menta. Le contó al hombre un cuento de tratamientos experimentales, zonas inexploradas del cerebro, pulsos electromagnéticos y medicamentos electro-sensibles, y todo con tal de mandarlo a casa. El hombre le escuchó atento, cada vez más ilusionado y con los ojos llenándose de lágrimas. Al final, el adolorido paciente abrazó al galeno y se fue a sufrir su penosa esperanza.

El doctor cerró la puerta y se fue a sentar, en silencio, con una sonrisa conforme. Sólo podía ser un dolor fantasma, presión inexistente, un caso de hipocondría severa. Eso se repetía una y otra vez, cada que recordaba la mirada quebrada, el cuerpo débil, el gesto de profundo y enloquecedor sufrimiento.

Tardó un poco en dejar entrar a sus siguientes pacientes. Sobre todo porque, de pronto, comenzó a sentir un dolor pequeño, incómodo, vibrante, que venía de ninguna parte, pero se parecía un poco al inicio de un dolor de muelas.
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