martes, noviembre 01, 2011

72.

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Me dio vergüenza. Me dio asco. Me dio miedo. Me dio odio.

Llegar a casa y encontrarte a ti mismo sentado en la sala, jugando Xbox, no está padre. Y menos cuando ese tú invasor tiene 8 años.

Me dio vergüenza el cuchitril donde vivo, con las paredes escarapeladas, con una habitación diminuta, una cocina miniatura y una sala de juguete. Pero al móndrigo mocoso ese nido de ratas le parecía un palacio. Paseaba la vista por todos los rincones, con ojos abiertos, emocionado, repitiendo “¿De verdad es mío? ¿De verdad es mío?”. “No, pinche mocoso, es mío y me cuesta un huevo y la mitad del otro cada mes, pero es lo único que puedes pagar”, pensaba.

Me dio asco mi soledad, la falta de otra presencia humana que no fuera por Internet en esa cueva inmunda, mi falta de amistades, mi sobra de petulancia. El chamaco ladraba emocionado “Y es sólo mía. Qué bueno. Así nadie tocará mis cosas”. Y quise gritarle “No, pendejo, nadie tocará tus cosas. No aunque se los pidas. No aunque se los ruegues. No aunque haya noches en que sea lo único que necesitas”.

Me dio miedo ver la emoción que le daban mis 2 únicas posesiones valiosas: Un monitor LCD y una consola de videojuegos. Me asustó tanto ver lo poco que había cambiado, el escaso mundo que le había mostrado a ese niño. Y él reía y se emocionaba como un retrasado: “¿Y ya viste este juego? ¡Es mejor que las maquinitas que tienen en la farmacia de la esquina!”. Como podría decirle “No importa. Nunca tienes tiempo de jugarlo. Y es todo lo que tienes. ¡Todo!”.

Y al final me dio odio. Sí, ese escuincle me dio odio. Un odio ciego a todo lo que era, a todo lo que fui, a todo lo que le fallé y él me falló a mí. Me le fui encima y lo ahorqué. Él me veía asustado, temblando. Tiraba patadas, chillaba. Se hizo pipí encima suyo y encima mío. Apreté tan fuerte que podía sentir los huesos quebrándose.

Y así terminé con aquel que fui. Y así espero haber terminado con lo que soy. ¿Cuándo desapareceré? ¿Faltará mucho?
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