viernes, marzo 23, 2012

78.


Ilustración realizada por Renato Guerra, reproducida aquí con su autorización.

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- Eres un demonio, Yunta- dijo su padre mientras sellaba la ventana. La luna adornaba su rostro severo con lo que parecían cientos de perlas brillantes al reflejarse en su sudor. Su padre era duro pero estaba visiblemente impactado-, un verdadero demonio.

Yunta agachaba la mirada, avergonzado, viendo el piso de madera, sus pezuñas negras, su voluminoso vientre peludo y verde. Él se sabía responsable de ese enojo y le incomodaba. Cuando su padre estuvo satisfecho de que nada podría salir ni entrar se volvió hacia él.

-Mírame, Yunta- el niño alzó la mirada y sintió la mano rápida, dura de su padre que le arrancó de entre los labios un hueso con restos de carne que estaba royendo. El señor quería decir algo más, pero no pudo. Le dio la espalda, tomó el costal rebosante de trozos medio comidos de bebés y salió de su habitación.

Yunta se acercó a la ventana y constató el buen trabajo de su padre. Le costaría mucho volver a abrirla. ¿Cómo no hacerlo cuando la noche le llamaba, le atraía y lo llevaba a esas casas abiertas, esas carnes suculentas, esos cuerpecitos frágiles de delicioso sabor?

Podía escuchar la habitación de sus padres por las delgadas paredes. Ella lloraba y él se oía asustado, preocupado. Yunta sabía que estaba mal, que no debería hacerlo; sus padres se lo habían dicho mil veces, pero nunca con tanto enojo como ahora. Yunta sabía por qué. Rozó con su garra el frío vidrio de la ventana, queriendo acariciar la noche. En la ciudad, cien bebés soltaron en llanto al mismo tiempo. Yunta sonrió.

En poco tiempo tendría un hermanito.
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martes, marzo 06, 2012

77.


Ilustración realizada por Yaro Ruiz, reproducida aquí con su autorización.

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- El frío es eterno- dijo su hermana mayor, recordando toda una vida en la oscuridad, rodeados de nieve, oyendo las voces de su infancia que hablaban del hielo infinito y la pobre subsistencia subterránea. El frío siempre había estado ahí, para abrazarlos, vigilarlos, educarlos. El único helado mundo para ellos eran las cuevas, las cerradas cacerías de ratas y cucarachas, las antorchas y fogatas de pocos minutos para no terminar el combustible ni el aire. Hasta que terminó; las ratas huyeron, las cucarachas escasearon y el frío entró por la roca a abrazarlos más fuerte.

- El frío es nuestra madre- susurró su hermano menor con el corazón lleno de leyendas y cuentos, con la voz de su abuela que le explicaba que el hielo era tan viejo que los hombres nacían tapados, que las chamarras y suéteres eran en realidad su piel, con las canciones de su mamá de criaturas que nacían de la nieve y las piedras, del fuego que huyó derrotado ante la helada infinita. Su corazón empequeñecido, congelado, no podía procesar como todo ese mundo había muerto, uno a uno, de hambre y locura, hasta dejarlos solos, fuera de las cuevas, buscando sobrevivir.

- El frío también nos abandonó- dijo él, sufriendo cada día de viaje en los pies y la espalda, con el hambre por los escasos animales encontrados entre el hielo húmedo y las pesadillas de ver luz sin antorchas, sin fuego, sin humo. Frente a él estaba el horizonte, un horizonte azul, lejos del paisaje blanco y gris, sucio, de los días de sobrevivencia en la superficie. Detrás de esa roca había un piso extraño lleno de arena, piedras finas, diminutas que no se clavarían en los pies, y después había agua. Mucha agua. Azul, profundo azul que se extendía hasta el fin del mundo.

Sin saber por qué, dio un paso para saltar el montículo que lo separaba de ese mar. Sus hermanos gritaron y trataron de detenerlo, pero él se adelantó, por instinto, lleno de inconsciencia, casi mareado. Sus brazos comenzaron a quitarse la chamarra y los kilos de tela que llevaba encima; se arrancaba la piel con la que nació y que al sentir su peso siempre le había dado tranquilidad. Sólo quedó con apenas unos trapos encima, mientras sus hermanos le miraban asombrados, molestos, asustados. Cuando sus pies sintieron la humedad entre sus dedos, se detuvo. Sonrió, puso sus manos a la espalda y levantó su rostro para recibir de lleno la poca luz y el ligero calor de esa antorcha gigantesca que alguien había encendido en el cielo.
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lunes, marzo 05, 2012

76.


Ilustración realizada por Héctor García, reproducida aquí con su autorización.

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Su vida era la guerra. Su aliento tenía gusto a sangre. Las noches eran vigilias y los días acechos. No tenía rostro, no tenía pasado, no tenía nombre. Su cabeza estaba cubierta con un casco que él mismo se hizo con la cara que veía en los ríos cuando se lavaba desde pequeño; la faz del cazador. Cubría su cuerpo casi desnudo con las pieles de animales que mataba en los bosques, las sabanas, las estepas.

Había perdido un brazo en una batalla hace mucho tiempo, pero lo compensaba con su arma favorita: Un hacha tosca que su padre le regaló. Esta herramienta era un apéndice más, una parte de su cuerpo. La movía grácilmente y con facilidad, a pesar de su peso. Era letal al impacto, precisa en la batalla, contundente al despachar al enemigo caído. Amaba esa hacha más que a su malogrado brazo.

Al amanecer salía de su refugio y se lanzaba a la batalla. Había visto una guarnición de exploradores del rey internados en el pantano. Los había observado ya por un par de días y medido sus capacidades. 6 hombres con armaduras, escudos, lanzas y arcos. Cobardes queriendo jugar como hombres. Todo estaba listo y sabía que su momento había llegado. Los exploradores estaban reunidos juntando sus datos. Se dejó caer tras ellos y comenzó la masacre: Un golpe rápido rompió un torso en dos. Otro, con el mango, hizo sangrar una nariz para después abrir el cráneo como una fruta madura. Pero uno de los hombres, más rápido de lo que había supuesto, llegó por su espalda y trató de sostenerlo, se revolvió y quiso lanzar el filo del hacha hacia su oponente, pero otro más le torció el brazo para obligarlo a soltar su arma. Habría sido más fácil que dejara caer su cabeza. Se defendió y gritó, pero cuando otro sobreviviente le golpeó el estómago, su mano aflojó y su hacha quedó en manos enemigas. El hombre tomó su brazo, su mano, sus dedos y lo lanzó contra una roca. El hacha vieja, de metal cuarteado, oxidado, se estrelló de canto y se rompió.

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Se quitó el casco de ramas secas y se hincó junto a su arma. Sus ojos se nublaron y comenzó a llorar. Lloró como nunca, con toda la furia de un corazón destrozado contra una piedra. Su madre llegó al escuchar sus gritos. Encontró a otros progenitores enfurecidos por los rudos juegos de su único vástago, con los que solía golpear a otros pequeños en el parque. Ella trató de calmarlo, de decirle que le compraría otro juguete, pero él sabía que no sería igual, no sería aquella hacha de plástico y madera que su padre le regaló antes de partir. El experimentado guerrero nunca se había sentido tan viejo con sus 8 años encima, y su madre lo llevó a casa sin lograr calmarlo. Su mano estaba sobando ese brazo incompleto con el que había nacido pero que, a veces, podía jurar que le dolía.
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viernes, marzo 02, 2012

75.

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Quería borrar toda característica humana, biológica de sí mismo. Mandó construir un cuerpo robot perfecto, brillante, fuerte y eterno. Platino, aluminio, cobre, oro formaban al ser que siempre quiso ser. Transmitió su cerebro a la entidad cibernética y le dijo adiós al instinto, los sentimientos y las patéticas necesidades mortales.

El problema empezó a los 2 días: Tras 40 horas de iniciar su nueva existencia, se sentía cansado, con sueño y mucha hambre. Era imposible y lo sabía, pero eso no quitaba esas sensaciones de su conciencia. Su cuerpo no se apagaba; tenía celdas solares que lo mantenían siempre con energía. No tenía estómago, no tenia boca por lo que no podía recibir bocado alguno.

La necesidad era desesperante. Buscaba alimentos y los restregaba en su frío rostro metálico. Tapaba las cámaras que eran sus ojos buscando la oscuridad del sueño, pero nunca podría cerrarlos.

Murió casi una semana después, dejando un cuerpo robótico casi nuevo, perfecto, brillante, fuerte y eterno. Nadie había perfeccionado la autopsia robótica, pero si alguien hubiera analizado en qué falló este experimento, fue que su instigador y ujeto de pruebas había olvidado lo fuerte que es el instinto humano.
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