viernes, agosto 02, 2013

83.

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No sabía que pensar doliera. De verdad, no lo sabía. Para mí era normal la ligera presión en los costados del cráneo, perder el foco de visión, la necesidad de acariciarme la nuca cuando me concentraba en algo. Nunca sospeché que todo eso fueran síntomas de dolor al pensar. Y no lo habría descubierto si no hubiera probado el Encefalodol.

Yo tampoco creía que fuera cierto cuando vi los primeros comerciales. Tenía mis dudas cuando lo hicieron gratuito en el Seguro Social. Pero después de que mi médico familiar me dijo que todo lo que tenía era dolor de pensamiento, al probarlo, todo me quedó claro. No sabía. No sabía nada.

Es una especie de gorro de baño con algunas agujas y cosas que se te pegan en la cabeza. Viene con una pila que dura aproximadamente un mes. Sólo te lo pones y en seguida descubres que has pasado toda tu existencia con un dolor constante. La vida se ve distinta; todo es mejor, nada te molesta y el mundo entero es más… fácil. No pasó ni un día para que me sintiera mucho mejor. Excepto, claro, cuando llegaba el miedo.

Todo me asustaba. No era un terror brutal, paralizante, no. Era sólo ese desasosiego que uno siente al cruzar una calle, cuando un desconocido te ve por mucho tiempo en la calle, después de los noticieros. Había una amenaza profunda en algún lugar dispuesta a saltar sobre mí, pero no podía saber cuándo ni dónde. Mi doctor me dijo que era algo normal, que el Encefalodol podía tener ese efecto secundario, pero que me relajara y dejara que todo siguiera su cauce. Así que eso hice, pero el miedo seguía.

Y entonces sucedió. Dijeron en las noticias que el miedo era porque aquellos que no usaban el Encefalodol seguían pensando, se rehusaban a dejar de sentir dolor y eso los volvería locos. Nos informaron de sus planes de quitarnos la medicina y regresarnos la agonía. Era intolerable. Esa noche todos salimos a buscar a los culpables. Los encontramos y los arrastramos a las calles y les gritamos que se equivocaban y golpeamos sus rostros y arrancamos sus ropas y apaleamos sus cráneos y rompimos sus huesos y vaciamos su sangre… y por un segundo, ya tampoco había miedo.

Así seguimos. Así vivimos. Sin pensar, con un miedo punzante y la esperanza de que nos vuelvan a decir de quién es la culpa para volver a sentirnos seguros y saludables otra vez.

Yo no sabía. No sabía que pensar puede doler tanto…
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