lunes, marzo 05, 2012

76.


Ilustración realizada por Héctor García, reproducida aquí con su autorización.

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Su vida era la guerra. Su aliento tenía gusto a sangre. Las noches eran vigilias y los días acechos. No tenía rostro, no tenía pasado, no tenía nombre. Su cabeza estaba cubierta con un casco que él mismo se hizo con la cara que veía en los ríos cuando se lavaba desde pequeño; la faz del cazador. Cubría su cuerpo casi desnudo con las pieles de animales que mataba en los bosques, las sabanas, las estepas.

Había perdido un brazo en una batalla hace mucho tiempo, pero lo compensaba con su arma favorita: Un hacha tosca que su padre le regaló. Esta herramienta era un apéndice más, una parte de su cuerpo. La movía grácilmente y con facilidad, a pesar de su peso. Era letal al impacto, precisa en la batalla, contundente al despachar al enemigo caído. Amaba esa hacha más que a su malogrado brazo.

Al amanecer salía de su refugio y se lanzaba a la batalla. Había visto una guarnición de exploradores del rey internados en el pantano. Los había observado ya por un par de días y medido sus capacidades. 6 hombres con armaduras, escudos, lanzas y arcos. Cobardes queriendo jugar como hombres. Todo estaba listo y sabía que su momento había llegado. Los exploradores estaban reunidos juntando sus datos. Se dejó caer tras ellos y comenzó la masacre: Un golpe rápido rompió un torso en dos. Otro, con el mango, hizo sangrar una nariz para después abrir el cráneo como una fruta madura. Pero uno de los hombres, más rápido de lo que había supuesto, llegó por su espalda y trató de sostenerlo, se revolvió y quiso lanzar el filo del hacha hacia su oponente, pero otro más le torció el brazo para obligarlo a soltar su arma. Habría sido más fácil que dejara caer su cabeza. Se defendió y gritó, pero cuando otro sobreviviente le golpeó el estómago, su mano aflojó y su hacha quedó en manos enemigas. El hombre tomó su brazo, su mano, sus dedos y lo lanzó contra una roca. El hacha vieja, de metal cuarteado, oxidado, se estrelló de canto y se rompió.

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Se quitó el casco de ramas secas y se hincó junto a su arma. Sus ojos se nublaron y comenzó a llorar. Lloró como nunca, con toda la furia de un corazón destrozado contra una piedra. Su madre llegó al escuchar sus gritos. Encontró a otros progenitores enfurecidos por los rudos juegos de su único vástago, con los que solía golpear a otros pequeños en el parque. Ella trató de calmarlo, de decirle que le compraría otro juguete, pero él sabía que no sería igual, no sería aquella hacha de plástico y madera que su padre le regaló antes de partir. El experimentado guerrero nunca se había sentido tan viejo con sus 8 años encima, y su madre lo llevó a casa sin lograr calmarlo. Su mano estaba sobando ese brazo incompleto con el que había nacido pero que, a veces, podía jurar que le dolía.
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