martes, marzo 06, 2012

77.


Ilustración realizada por Yaro Ruiz, reproducida aquí con su autorización.

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- El frío es eterno- dijo su hermana mayor, recordando toda una vida en la oscuridad, rodeados de nieve, oyendo las voces de su infancia que hablaban del hielo infinito y la pobre subsistencia subterránea. El frío siempre había estado ahí, para abrazarlos, vigilarlos, educarlos. El único helado mundo para ellos eran las cuevas, las cerradas cacerías de ratas y cucarachas, las antorchas y fogatas de pocos minutos para no terminar el combustible ni el aire. Hasta que terminó; las ratas huyeron, las cucarachas escasearon y el frío entró por la roca a abrazarlos más fuerte.

- El frío es nuestra madre- susurró su hermano menor con el corazón lleno de leyendas y cuentos, con la voz de su abuela que le explicaba que el hielo era tan viejo que los hombres nacían tapados, que las chamarras y suéteres eran en realidad su piel, con las canciones de su mamá de criaturas que nacían de la nieve y las piedras, del fuego que huyó derrotado ante la helada infinita. Su corazón empequeñecido, congelado, no podía procesar como todo ese mundo había muerto, uno a uno, de hambre y locura, hasta dejarlos solos, fuera de las cuevas, buscando sobrevivir.

- El frío también nos abandonó- dijo él, sufriendo cada día de viaje en los pies y la espalda, con el hambre por los escasos animales encontrados entre el hielo húmedo y las pesadillas de ver luz sin antorchas, sin fuego, sin humo. Frente a él estaba el horizonte, un horizonte azul, lejos del paisaje blanco y gris, sucio, de los días de sobrevivencia en la superficie. Detrás de esa roca había un piso extraño lleno de arena, piedras finas, diminutas que no se clavarían en los pies, y después había agua. Mucha agua. Azul, profundo azul que se extendía hasta el fin del mundo.

Sin saber por qué, dio un paso para saltar el montículo que lo separaba de ese mar. Sus hermanos gritaron y trataron de detenerlo, pero él se adelantó, por instinto, lleno de inconsciencia, casi mareado. Sus brazos comenzaron a quitarse la chamarra y los kilos de tela que llevaba encima; se arrancaba la piel con la que nació y que al sentir su peso siempre le había dado tranquilidad. Sólo quedó con apenas unos trapos encima, mientras sus hermanos le miraban asombrados, molestos, asustados. Cuando sus pies sintieron la humedad entre sus dedos, se detuvo. Sonrió, puso sus manos a la espalda y levantó su rostro para recibir de lleno la poca luz y el ligero calor de esa antorcha gigantesca que alguien había encendido en el cielo.
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