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El problema cuando soñaba despierto era que a las quimeras de su mente les daba por irse resbalando, silenciosas, casi descuidadamente, por su oreja hasta que el peso hacía que se cayeran y se estrellaran en el piso. Parecían pequeños alebrijes hechos añicos. Con parsimonia se inclinaba y recogía los trozos bajo la mirada de todo el mundo. Era tal su vergüenza de ver sus sueños, las más íntimas representaciones de su ser, ahí, a la vista de todos, expuestos y destrozados que nunca intentó repararlos y los iba guardando todos en una caja de cartón enorme. Poco a poco se fue educando para no soñar más y evitarse esas escenitas en público, hasta que ni una sola fantasía nació de su cerebro.
Mucho tiempo después, siendo ya un anciano malhumorado y solitario que pasaba la mayor parte del día dormido, pero sin soñar de más, escuchó ruidos en su armario. Temiendo tener ratones, abrió las puertas del mueble y rebuscó en su interior. Detrás de años de zapatos viejos encontró aquella caja y aquellos sueños rotos que, en su ausencia, habían dado vida a un sinnúmero de rencores y amarguras, pequeñas bestias de dientes afilados, que al sentir abrir la caja, saltaron a destrozar a la persona que los había olvidado.
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1 comentario:
Es hermoso. La vocación, ese tema que ha ocupado mi mente por noches y días, me queda más que clara con tu relato: ignorar el llamado trae consecuencias terribles. He pasado años huyendo de ese llamado. Es hora de dejarme alcanzar por el canto de la sirena y comenzar a trabajarlo, a moldearlo, a aprender el oficio y cultivarlo.
Relato hermoso, hermoso de verdad. ¡Gracias, amor!
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