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- ¡Ya vengan a comer sus pizzas, chamacos!- se escuchó gritar a una voz femenina en la amplia casa.
Pasos y voces estridentes retumbaron después en los pasillos. Los cuatro pequeños se sentaron a la mesa y se sirvieron, ensuciándolo todo con entusiasmo, con cuidado de no dejar una zona del comedor limpia. Eran artesanos del desorden y tomaban especial orgullo en desempeñar a cabalidad su trabajo. Gritaban y reían con infantil deleite, escurriendo queso y escupiendo coca cola. Hablaban de sus planes para continuar el juego después de comer, de lo que harían, de los papeles que desempeñarían cada uno en sus fantasías. El almuerzo era sólo una pausa que interrumpía sus grandes planes.
Mientras los niños ingerían cantidades ingentes de azúcar y grasa, en otro lugar de la mansión, un cuarto oscuro y recóndito de todo, sobre un camastro viejo, el repartidor de pizza sollozaba doliéndose de todas sus heridas. No podía moverse, estando amarrado a las cuatro patas del sucio mueble, y sus ojos empapados en lágrimas veían la puerta, esperanzado que alguien más entrara a la habitación a liberarlo, antes de que los cuatro monstruos que lo habían capturado regresaran a seguir jugando a los secuestradores.
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1 comentario:
No, no había leído este cuento, y ¡Qué bueno que no lo hice antes de dormir! pues se hubiera metido de a poquitos en mis sueños, como toas tus letras, como todo tú. El cuento es brutal, es como una bofetada inesperada, sabes, sabes bien tu oficio. sabes como hacerme gritar
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