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Ella tomó mi mano y viéndome fijamente sonrió. Mi pecho se llenó de cosas nuevas y mi cara ardía. Fue el sentimiento más bonito que había sentido en mi vida.
- ¿Cogemos?- dijo, como si planeara robar un banco o matar a alguien.
- ¿Cómo… cómo es eso?
Yo tenía cinco años y ella seis. En sus ojos brillantes habitaban luciérnagas que siempre que me miraba se pasaban a mi panza.
- Es fácil, mira. Yo te enseño.
Y se acercó a mí pegando sus labios a los míos, suave, pero sin dejar un milímetro de aire entre ellos. Lo primero que sentí es que esos bichos juguetones que controlaba su mirada se volvieron locos en mi interior y quemaban mi piel. Después, su aroma, dulzón y cremoso, embotó mi cabeza y llenó el mundo de melodías de caramelo. Por último, cuando puso su manita en mi pecho y me empujó para subirse en mí, las nubes no volaban tan alto como nosotros. Pasamos horas así, con las bocas unidas y los cuerpos soldados, como si nuestra ropa estuviera cosida una con otra. Sin movernos, sin hablar, sin pensar para no romper lo que fuera que sea que ella creía era el juego y se detuviera.
Muchos dirían que fue ese día en que murió mi infancia. Pues no; en ese momento fue en el que me prometí no crecer jamás.
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1 comentario:
No se que decir. Tu relato quema. Es maravilloso, es brutal, escribes desde lo más hondo, desde donde más duele. Bravo amor.¡Bravo!
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